Terapia Online
Terapia a distancia


La terapia online se implementa mediante las tecnologías de Chat y telecomunicaciones online como una forma alternativa de efectuar un análisis de forma rápida, segura y cercana cuando no es posible o indicada otra modalidad.

La infraestructura necesaria para la terapia online, no precisa más que una cámara, un micrófono y acceso a Internet.

Psicoanálisis virtual: la posibilidad de un deseo

Por Luciano Lutereau

En principio, no podría empezar esta nota sin expresar mi profundo malestar por el modo en que se descuidó y se descuida la salud mental en el marco de las decisiones que orientan la respuesta a la pandemia. Alguna vez escribí en chiste que el siglo XXI venía a realizar las perversiones inconclusas del siglo XIX. Como todo chiste, terminó expresando una verdad: haber entendido la preservación de la vida como una regulación higiénica, de acuerdo con la perspectiva del modelo médico hegemónico, que tiene como detalle irrisorio que un infectólogo hable de sexualidad (¿de qué otra cosa puede hablar, sino de sus fantasías? Qué obsceno escucharlas por televisión y ¡encima gratis!), es el marco general que plantea una deuda con la profesión “psi”, que no sólo tiene un valor simbólico, sino material –si pensamos cómo obras sociales y prepagas han hecho su negocio, una vez más, difiriendo prestaciones, entorpeciendo consultas, dejando al descubierto que les importa tanto la salud de sus afiliados como mejorar las condiciones de trabajo de sus prestadores. Poco y, a veces, nada.

Invitado a escribir sobre la modalidad online de los tratamientos psicológicos, me encuentro sin mucho que decir, al menos no desde un punto de vista conceptual; pero dispuesto a compartir algunas impresiones personales, mojones de una experiencia que se vio consolidada a partir de esta cuarentena.

La llamada “terapia virtual”, o el modo en que personalmente me las arreglé durante este tiempo para continuar con mi trabajo, trajo aparejada algunas reflexiones que no considero generalizables, pero que compartí con algunos amigos y colegas, que se hicieron eco de algunas observaciones. Por lo tanto, creo que podrían ser comunicadas, con un doble propósito: por un lado, especificar que la terapia online no es la terapia presencial, aunque por otros medios; por otro lado, que el modo en que un terapeuta trabaja tiene matices específicos que, a veces, con la virtualidad, se aprecian mejor. Me detendré en tres puntos, para abundar y ser más claro.

“(…) doble propósito: por un lado, especificar que la terapia online no es la terapia presencial, aunque por otros medios; por otro lado, que el modo en que un terapeuta trabaja tiene matices específicos que, a veces, con la virtualidad, se aprecian mejor.

Primero quisiera contar que yo ya trabajaba virtualmente desde mucho antes de la pandemia. El tema es que, lo admito, nunca lo había teorizado. Me alcanzaba con tener presente que se trataba de tratamientos que producían efectos. Me refiero a que no sólo atendía por teléfono, sino que también he analizado (y aquí me permito un cambio de vocabulario: mi técnica es la del psicoanálisis, soy un practicante del método freudiano) por carta (en papel), por mail y por audios de WhatsApp. Me resulta significativo que relatar este tipo de cuestiones en otro momento hubiera sido más o menos incómodo. Hay quienes suponían que un tratamiento tenía que ser “en persona” y, por ejemplo, en un ateneo clínico contar un caso de tratamiento por otra vía, hubiera sido inimaginable. Por suerte, de un tiempo a esta parte, el registro de la experiencia se modificó y, como suele ocurrir, la realidad no esperó al concepto para justificarse. Es poco relevante hoy debatir si existe el psicoanálisis virtual, dado que es un hecho. Podríamos justificar lo que ya existe, pero ¿no es eso lo que llamamos “neurosis obsesiva”? Mejor tratemos de situar cuáles son sus condiciones y su efectividad.

Desde que trabajo todos los días de manera virtual, ya sea con videollamadas o por teléfono, me doy cuenta de una serie de declinaciones que tuvo mi práctica. Por un lado, hasta hace dos meses yo podía atender durante 10 horas ininterrumpidas y de ahí irme a hacer alguna otra cosa. En este tiempo, la situación de que la relación con otra persona estuviese mediada por un dispositivo tecnológico, me empezó a generar un cansancio particular. Advierto que puedo atender durante algunas horas; luego me dedico a hacer otra cosa; retomo la consulta un rato después y así. Seguramente sea una variable muy personal, pero ocurre que para mí es importante: cuando le hablo a una máquina no me pasa lo mismo que cuando le hablo a otro cuerpo. Es más, siento que al hablarle a una máquina se refuerza mi actividad –sea porque hablo más alto, porque estoy pendiente de la conexión, porque incluso nunca estoy seguro de si el otro me escuchó; ¡qué ridículo! ¿Por qué esto no habría de pasarme con personas? Quizá porque en el cuerpo a cuerpo soy mucho más receptivo o, para decirlo de otro modo, en el cuerpo a cuerpo me pasa que actúo más allá de mí; por ejemplo, cuando me equivoco, cuando me tropiezo con algún nombre, incluso cuando tengo sueño. La máquina no me da tanta libertad para equivocarme como analista y eso me empezó a preocupar en este tiempo, porque pasa que a veces mis equivocaciones son lo más interesante que tengo para decirle a cierto paciente.

Por mail o por carta sí logré conseguir esa receptividad. Por eso empecé a pensar en este tiempo cómo trasladar algo de esta coyuntura al dispositivo móvil. Porque ocurre que la comunicación verbal es muy torpe, es muy poco interesante si sólo sirve para transmitir información. Por ejemplo, hace un tiempo un amigo me contó una situación muy graciosa: en el supermercado una mujer le dijo “Estás demasiado cerca de mí”, tal vez aludiendo a la distancia mínima entre los cuerpos; pero él no entendió, o quizá no quiso entender, el punto es que le preguntó, con total ingenuidad “¿Lo decís por el virus o por otro motivo?”. Sin darse cuenta –¿o sería mejor decir “sin querer, queriendo”, como diría el Chavo, esa forma tan bellamente neurótica de actuar?– ¡la estaba seduciendo! Y lo supo no porque conociera su intención, sino porque tuvo que admitir un efecto: ella no le respondió… con la voz, pero con los ojos le dijo otra cosa y, aunque ella tuviera puesto un barbijo, él supo que sonreía.

Entonces, ¿cómo conseguir esa clase de efectos en la terapia virtual, para que un llamado no permanezca en el melancólico intercambio de información? Es claro que eso no se consigue activando una cámara. Se trata de otra cosa, del espesor del lenguaje, de la necesidad de que hablar sea una experiencia que nos sorprenda, porque es a través de la sorpresa que nos enteramos de eso que llamamos deseo. Dije que al principio me di cuenta de que me cansaba más, hasta que entendí por qué. ¡No puedo hablarle sentado a una máquina! Entonces empecé a caminar mientras atendía. Ahí me fue mejor y ya me imagino a los pacientes que me van a decir que no es raro que yo camine incluso en las sesiones presenciales. No es raro, pero antes no sabía por qué lo hacía. Ahora tengo al menos alguna pista. Me acuerdo de la vez que una mujer recostada en el diván, mientras yo iba de un lado para otro, me contó algo que le había dicho a su marido respecto de la relación con su madre, una frase muy cruel y, en ese momento, yo me tropecé y me caí al suelo. “¡Me dolió hasta a mí!”, le dije y recién entonces ella pudo escuchar algo de su propia capacidad de castigar al otro con frases que, a veces, pueden parecer triviales y anodinas.

“… ¿cómo conseguir esa clase de efectos en la terapia virtual, para que un llamado no permanezca en el melancólico intercambio de información? Es claro que eso no se consigue activando una cámara. Se trata de otra cosa, del espesor del lenguaje, de la necesidad de que hablar sea una experiencia que nos sorprenda, porque es a través de la sorpresa que nos enteramos de eso que llamamos deseo.

Una conversación analítica, a diferencia de la comunicación en la que importa la información que se cuenta, tiene una amplitud sensorial, basada en contradicciones, en efectos corporales, en resonancias, que al menos una computadora o un teléfono no pueden –por ahora– restituir. Sin embargo, con algo de disposición siempre es posible atravesar ese obstáculo y recuperar la presencia del cuerpo; porque el cuerpo a cuerpo del análisis no es –lo pienso ahora– un cuerpo ante otro cuerpo, sino uno que sufre los efectos del otro, sin importar dónde estén. Cualquiera de nosotros se despertó un día con una canción en la cabeza y se dio cuenta que era para alguien y, cuando se la envió, se enteró de que era una de sus canciones favoritas.

Ahora bien, si el efecto analítico puede darse igualmente, es cierto que para algunas personas puede ser inquietante no saber qué hace el analista durante la sesión. Esto me hace acordar el caso de una mujer que me dijo: “Luciano, si apenas me prestás atención cuando estoy con vos en el consultorio, mirá si me vas a dar bola por teléfono”. Es una mujer a la que quiero mucho y respeto por su enorme inteligencia, porque me deja ser honesto sin rodeos. Sin esa confianza quizá yo me hubiese justificado, pero por suerte le pude decir algo más verdadero, que escucharla es muy difícil para mí, que a veces me pasa que necesito estar distraído para escucharla mejor, que no piense que mi trabajo consiste en prestar atención como un robot a cada cosa que dice; que justamente estar distraído es una manera de estar atento, porque mientras ella habla yo pienso en otras cosas, suyas, pero también mías, que necesito irme un poco para después volver. Es que la escucha analítica es un poco dispersa, por ahí se queda con un detalle después de todo un relato y donde creo que esto mejor se manifiesta es en el uso del silencio.

Una situación típica de estos días es el modo en que el silencio se volvió un síntoma para la práctica. No un síntoma del paciente, sino en el dispositivo. “¿Hola? ¿Estás ahí? ¿Se cortó?”, sin duda vamos a tener que pensar seriamente cómo volver a estar cómodos en silencio durante una comunicación telefónica, sin tratar de llenar el vacío, para que justamente el silencio no sea vacuo o, mejor dicho, para que sea un vacío en el que se pueda respirar, quedarse a descansar un ratito, que hable más que cualquier otra cosa que se diga. Me acuerdo de una mujer que en estos días, cuando me estaba contando algo, se me cortó la llamada y no se dio cuenta… ¡durante 10 minutos! Intenté llamarla de nuevo, pero no podía. Entonces al rato ella me llamó y me preguntó: “¿Escuchaste algo de lo que te conté?” y tuve que reconocer que no, pero le pregunté: “¿Hace falta que me lo cuentes?” y ella se dio cuenta de que, ya dicho, repetirlo hubiera sido vano, ya se había escuchado ella y alcanzaba con que me dijese que escuchó de sus palabras, mucho más que volver a relatar lo mismo.

“…el cuerpo a cuerpo del análisis no es un cuerpo ante otro cuerpo, sino uno que sufre los efectos del otro, sin importar dónde estén.

La otra pregunta obligada, ya que escribo sobre el síntoma del dispositivo, es qué pasa con los síntomas de los pacientes y, sobre todo no me voy a explayar mucho, dado que es un tema para un artículo específico, pero sí diré que si hay personas capaces de llegar tarde a una sesión telefónica en su casa, es porque el síntoma como motor del análisis está asegurado.

Temo que ya escribí demasiado, pero sí temo es porque deseo, así que voy a continuar en esta misma dirección y plantear un último punto.

Otra particularidad de las sesiones virtuales, en mi experiencia de esta cuarentena, fue que diversos pacientes me han dicho que me encontraban más amable y cariñoso. Es algo que me sorprende, porque yo pensaba que era una persona amable y cariñosa de manera espontánea, pero se ve que no. Aunque también es cierto que ellos no hablan de mí como persona, sino de su espacio de análisis y pienso que tal vez este efecto se deba a algunas de las limitaciones que mencioné antes: hablarle a una máquina me fuerza a ser más explícito y también es cierto que una despedida por teléfono tiene para mí algo más triste que un saludo en la puerta, quizá entonces por eso puedo llegar a ser más afectuoso; no lo sé, debe ser un rasgo infantil mío, nunca me gusto decir adiós. A mi hijo le pasa lo mismo, cuando nos vamos de un lugar y le digo “Saludá que nos vamos”, se da vuelta y camina hacia la puerta. No se lo puedo reprochar.

Ahora bien, para lo que importa de la práctica del psicoanálisis, una pregunta que me quedaré pensando es la modalidad que implica para mí el manejo de la transferencia –es decir, la relación de afecto entre el analista y su paciente– el uso de la virtualidad. Sobre este aspecto no creo que pueda decir mucho más, nada que se pueda generalizar, sino que yo no puedo agarrar un teléfono sin cierta melancolía. Una amiga mía se burla de mí diciéndome que esta cuarentena me pegó en un punto débil: yo que no atiendo el teléfono nunca cuando me llaman y huyo de hablar por teléfono, ahora lo tengo que usar para trabajar. Por eso prefiero pensar que esto no es una obligación, que el psicoanálisis no es un trabajo –aunque el terapeuta sí sea el trabajador– y que voy a dejar de escribir para recibir un llamado que espero, porque nos extrañamos. Quizá podamos hacer algún chiste, decir algo que nos haga reír.

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